Twitter y la verdad

A mi abuelo —que en paz descanse— no le hizo falta nunca una segunda opinión, un punto de vista alternativo, el consenso con los demás o un mayor número de datos para confirmar su postura, a mi abuelo, de hecho, no le hacía falta absolutamente nada para moverse en un debate. Él tenía la razón absoluta; sabía la Verdad. Era un tipo arrogante que no veía más allá de sus narices. No disponía de grandes conocimientos ni tampoco una gran formación académica, aunque todo eso es lo de menos, porque aunque hubiese escrito una tesis doctoral, habría sido igual de altanero; si hubiera sido analfabeto, su engreimiento no habría cambiado. Supongo que se fue modelando desde la infancia hasta la adolescencia y en un punto determinado de esta última «se paró» y vio que no necesitaba replantearse sus opiniones, en nada. Yo quise mucho a mi abuelo porque —a pesar de lo escrito hasta ahora— me trató con cariño, fue agradable conmigo cuando yo no era más que un renacuajo. A medida que pasaron los años, vi su soberbia y su estrechez de miras, pero el cariño que nos profesábamos no desapareció; en mi mente debían de ser dos asuntos distintos. Hoy sin embargo soy un adulto y no sé si nuestra relación se habría dado de la misma forma, pero la idea principal que quiero mostrar es la de que mi abuelo creía estar en posesión de la más absoluta certeza en los temas que discutía con nosotros, su familia, y con el resto de sus amigos. Terco, ciego, inflexible.

¿Hasta qué punto puede una persona llegar a conocer la más absoluta e incuestionable verdad sobre un tema específico, si es que en realidad existe ese nivel de conocimiento tan elevado? «Depende» es la respuesta que parece más adecuada, especialmente porque alguien incapaz de plantearse a sí mismo que puede estar equivocado estará más lejos del conocimiento que una persona que no está completamente segura del que posee y abierta por tanto a obtenerlo. Citar a José Ortega y Gasset en este punto me parece acertado: «Lo vergonzoso no es nunca ignorar una cosa –eso es, por el contrario, lo natural–. Lo vergonzoso es no querer saberla, resistirse a averiguar algo cuando la ocasión se ofrece. Pero esa resistencia no la ofrece nunca el ignorante, sino, al revés, el que cree saber. Esto es lo vergonzoso: creer saber. El que cree que sabe una cosa pero, en realidad, la ignora, con su presunto saber cierra el poro de su mente por donde podía penetrar la auténtica verdad. La torpe idea que tiene, soberbia o terca, actúa como en las termiteras –nidos de insectos algo semejantes a las hormigas– el guardián, que tiene una cabeza enorme, charolada, durísima y se dedica al menester de ponerla en el orificio de entrada, obturando con su propia testuz el agujero para que nadie entre. Así, el que cree saber cierra con su propia idea falsa, con su propia cabeza el opérculo mental por donde el efectivo saber penetraría».

Si una persona no está dispuesta a escudriñar aquello que estudia, si no está dispuesta a ser crítica con las conclusiones a las que llega, si se considera a sí misma capaz de alcanzar esa verdad total e incapaces a los que mantienen otros puntos de vista distintos a los que ella esgrime, si es tan obtusa como para decir que los que no piensan como ella están (por tanto) equivocados, si insulta al que no secunda sus ideas, si bloquea en twitter a todos aquellos con los que no está de acuerdo, si se mofa de los que piensan diferente y si —como creía mi abuelo— cree tener la verdad absoluta en el debate, estamos delante del guardián de la termitera de Ortega.

Estos guardianes son abundantes en la red social anteriormente mencionada. Twitter es un hervidero de arrogantes, obtusos, maleducados, imbéciles, ignorantes (que no quieren salir de su ignorancia), predicadores, vendedores de humo, sabiondos, «cuñaos», soberbios, totalitarios; todos con su opérculo mental completamente obstruido. Hay excepciones, por supuesto, pero, como la propia palabra muestra, son un número pequeño en comparación con la horda de ‘hespertos’ tuiteros. Son graciosos, irreverentes, ingeniosos; chistosos. Un tweet sobre un suceso que consigue 5000 RTs cala mucho más hondo que cualquier descripción enciclopédica de ese mismo fenómeno. Muchas veces son exabruptos en un formato estrecho, idóneo para la ocurrencia, pero no válido para la reflexión.

En un ambiente tan dogmático (tan propio de la religión) es imposible debatir. La probabilidad de que un tuitero insulte a su oponente es muy alta. Hay ocasiones en que uno ridiculiza al otro abiertamente, y a veces el que se siente ridiculizado lo hace porque malinterpreta y mezcla el ataque a sus ideas con el de su propia persona. Twitter, cuando confronta dos posturas muy dispares, es sinónimo siempre de insulto a nivel personal. Tus ideas no están equivocadas, simplemente eres tonto. 140 caracteres no son un número de caracteres con los que se pueda recapacitar o rumiar un determinado concepto. Con 140 caracteres no puedes alcanzar ni una ínfima parte de la absoluta verdad, si es que, como dije más arriba, esta cota de sabiduría es realmente alcanzable.

Twitter, empero, es un lugar muy divertido y al mismo tiempo el ágora menos prolífica y fecunda donde se pueda debatir, porque sus individuos no buscan la verdad, no se cuestionan la información que les llega, y descartan la que resulta contraria a sus ideas.